“Estaré contigo todos los días…”
Hoy la Iglesia celebra la fiesta de la Ascensión del Señor. Estamos casi al final del Tiempo Pascual. La fiesta de hoy nos hace ver la última aparición de Jesús Resucitado a sus discípulos. La liturgia de hoy, sin embargo, no tiene el tono de una despedida. Los textos que la Iglesia nos presenta para esta fiesta tienen un tono de alegría y de victoria. Veamos por qué:
Jesús, una vez cumplida la misión que el Padre le había encomendado al enviar a su Hijo a este mundo nuestro, asciende al cielo a su Padre, a la vista de sus discípulos. Esto es lo que nos dice la liturgia de hoy. La escena de la Ascensión nos la cuentan dos de sus discípulos: Lucas, en el segundo libro que escribió, los Hechos de los Apóstoles, y Mateo, en su Evangelio. Estas dos narraciones nos explican por qué la Ascensión del Señor no es el momento de una despedida triste, sino un momento de aliento para continuar la misión que le correspondía.
La Primera Lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles (1,1-11), describe la escena. Este es el comienzo del libro que narra las acciones de los apóstoles y los primeros discípulos, al comienzo de la historia de nuestra Iglesia. Por eso, el autor comienza haciendo una conexión con el texto ya escrito en el Evangelio: “En mi primer libro, […] ya traté todo lo que Jesús hizo y enseñó…” Después de su Resurrección, Jesús apareció varias veces a sus apóstoles y discípulos, para fortalecer su fe. En esta, su última aparición, promete a sus seguidores el envío del Espíritu Santo. El Evangelio de Juan también menciona esta misma promesa, colocándola en otro contexto y construyendo sobre lo que Juan dijo sobre el Espíritu; Jesús promete que no los dejaría solos y que, desde el Padre, enviaría el Espíritu de la Verdad, que les recordaría y les haría comprender mejor todo lo que él mismo les había enseñado. Jesús también les dijo que el Espíritu les daría poder y fuerza para dar testimonio de todo lo que habían oído de Jesús: sus palabras, su enseñanza, así como su forma de vida, su relación con el Padre, la entrega de su vida y su resurrección. Y este testimonio debe darse hasta los confines de la Tierra… Es en base a este mandato de Jesús a sus seguidores que, a través de los siglos, la Iglesia ha cumplido la misión de anunciar la Buena Nueva de nuestra salvación a todos los pueblos de la tierra.
El Salmo Responsorial (Salmo 46) es un grito de alegría y de victoria: “¡Subió al son de la trompeta… subió entre gritos de alegría!”. “Él es el gran Rey de toda la tierra… él reina sobre todas las naciones”. La victoria de Jesús sobre el pecado, el mal y la muerte es también nuestra victoria. Él prometió ir y preparar un lugar para nosotros para que siempre estuviéramos con él. La ida de Jesús, Dios y verdadero Hombre, al Padre es ya la presencia de nuestra humanidad en el Reino definitivo. Su Madre, María, lo sigue en la Asunción, que es su ascensión en cuerpo y alma al cielo. Jesús y María Resucitados nos muestran el futuro que nos espera: que también nosotros resucitemos en el Reino de nuestro Padre. Por eso, cantemos un muy feliz “aleluya” en nuestros corazones.
Esta esperanza nuestra es la que San Pablo, en su Carta a los Efesios (1, 17-23), nos dice en la Segunda Lectura de este domingo. En este texto, quiere que Dios nos dé “un Espíritu de sabiduría” que abra nuestros corazones para que sepamos “qué esperanza nos da su llamado, qué riquezas de gloria es nuestra herencia con los santos”. Nuestra herencia es la vida eterna con Dios. El proyecto de Dios es que su Reino, que debe comenzar aquí en la Tierra como se vive el Evangelio, culmine en la eternidad, con todos sus hijos e hijas reunidos. Por eso decimos que somos herederos de esta vida eterna, porque somos seguidores de Jesús. Y seguidor, seguidor, es el que sigue, vive, camina según las palabras de Jesús.
El Evangelio de este domingo (Mt 28,16-20) es muy breve, pero muy denso. En él, Mateo da su testimonio sobre la Ascensión de Jesús. No describe la escena, como vimos en la Primera Lectura, sino que resume la experiencia de ese momento en dos palabras de Jesús que cada uno de nosotros debe guardar en el corazón: un mandamiento y una promesa. El mandamiento retoma, en otras palabras, lo que escuchamos en la Primera Lectura, cuando Jesús les dice a los suyos que, cuando hayan recibido el Espíritu, den testimonio de él. Ahora, en el Evangelio, Jesús dice claramente: “Id y haced discípulos a todos los pueblos”. Jesús da a sus seguidores la autoridad para bautizar y enseñar todo lo que él mismo les había enseñado. Depende de ellos ahora entregar el mensaje que se les ha dado.
Este mandamiento no era sólo para los que estaban reunidos alrededor de Jesús ese día… Era para todos los que también se convertirían en discípulos a lo largo de los siglos… Era también para nosotros… “Cada persona tiene una misión en la Tierra” – estas son las palabras de Santa María Eugenia. La misión fundamental de todos nosotros es dar testimonio de nuestra fe. Pero este testimonio adquiere diferentes formas y características según la realidad vivida por cada uno. Piénsalo: en tu vida familiar, en tu entorno profesional, con las personas que te rodean, tienes una misión.
En este texto, Jesús también hace una promesa: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Se fue, pero no nos abandonó… Se fue, pero no nos dejó. Él todavía está presente entre nosotros. Cuántas veces, en la celebración de la Eucaristía, decimos: “Él está en medio de nosotros”… Jesús está presente no sólo en la Eucaristía, no sólo cuando nos reunimos a orar. Él está presente en nuestra vida diaria. Él está allí cuando nos encontramos con alguien más; está ahí cuando tomamos una decisión; él está ahí cuando asumimos la responsabilidad… Tratemos de estar atentos a esta presencia de Jesús en las personas, en los acontecimientos… Tratemos de tenerlo siempre presente en nuestra vida. Él mismo dijo que es el Camino que nos lleva al Padre.
Esta semana previa a Pentecostés es también la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. Somos muchos cristianos en todo el mundo, somos muchas personas que creemos en Jesucristo como el Hijo de Dios hecho Hombre, nuestro Salvador. Pero no todos pertenecemos a la misma Iglesia. Situaciones históricas, fallas humanas, diversos problemas han hecho que los cristianos se separen en diferentes confesiones y cultos. Pero la voluntad de Dios es que nos reconozcamos como hermanos y hermanas en la misma fe. Por lo tanto, preparándonos para la venida de Aquel que es Espíritu de Verdad y Unidad, oremos por esta intención.
Y vivamos lo que nos dice la oración de este domingo: “Oh Dios, lleno de misericordia, la Ascensión de tu Hijo es ya nuestra victoria. Haz que nos regocijemos con alegría y ferviente acción de gracias, porque, miembros de tu cuerpo, somos llamados en la esperanza a participar de tu gloria”.