UNIDAD Y PROFECÍA
DÍA DEL PAPA
SOLEMNIDAD DE SÃO PEDRO Y SÃO PAULO
4 DE JULIO DE 2021
Hoy celebramos, junto con la Fiesta de Pedro y San Pablo, la Jornada del Papa, representante de Pedro hoy en la historia de la humanidad.
La solemnidad de San Pedro y San Pablo, la más antigua de la Iglesia, nació en el siglo IV. Además de esta solemnidad, el 25 de enero es la Conversión de San Pablo, el 22 de febrero la Fiesta de la Cátedra de San Pedro, el 18 de noviembre la Dedicación de las Basílicas de San Pedro y San Pablo.
Pedro, el primer apóstol en ser llamado por el Señor, después del anuncio de su fe, es una “Piedra” fundamental de la Iglesia Católica y cabeza de los Doce Apóstoles. Testigo del Resucitado, anunció el Evangelio y fue mártir en Roma, crucificado boca abajo en la colina del Vaticano en el año 64.
Pablo se encontró con Jesús en el camino a Damasco mientras perseguía a la Iglesia. Pablo no conocía a Jesús. Convertido, se convierte en el gran misionero de los gentiles. Creó comunidades y escribió cartas importantes para ayudar a vivir la fe. Su martirio también fue en Roma, en el año 67, decapitado.
Pedro y Pablo son los pilares de la fe en los cuatro rincones del mundo. Y el fundamento sólido de la Iglesia que sigue siendo guiada por el Papa, hoy por el Papa Francisco, en fidelidad a lo que nos han legado estos dos apóstoles en la Historia del cristianismo.
La primera lectura (Hechos 12, 1-11) nos hace conscientes de la persecución de la Iglesia. Santiago es asesinado y Pedro es encarcelado, y Herodes vio “que esto agradaba a los judíos”.
En la segunda lectura (2 Tim. 4: 6-6: 17-18), Pablo expresa el sentimiento de quienes se enfrentaron al Crucificado-Resucitado: “Peleé la buena batalla, completé la carrera, mantuve la fe”.
En el Evangelio (Mateo 16: 13-19, Pedro, no eludir, profundizar y dar inmediatamente la respuesta correcta en el nombre de la Iglesia: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente”. Unidad y profecía: “Te daré las llaves del Reino de los Cielos: todo lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos”.
En esta gran Solemnidad de la Iglesia, proponemos reanudar la Homilía del Papa Francisco para el 29 de junio de 2020. Dos ejes para nuestra reflexión y oración: Anuncio y Profecía:
En la fiesta de los dos apóstoles de esta ciudad, me gustaría compartir con ustedes dos palabras clave: unidad y profecía.
Unidad. Celebramos juntos dos figuras muy diferentes: Pedro era un pescador que pasaba sus días entre remos y redes, Pablo un fariseo culto que enseñaba en las sinagogas. Cuando emprendieron la misión, Pedro se dirigió a los judíos, Pablo a los paganos. Y cuando sus caminos se cruzaron, discutieron animadamente y Pablo no se avergonzó de relatarlo en una carta (cf. Ga 2,11ss.). Eran, en fin, dos personas muy diferentes entre sí, pero se sentían hermanos, como en una familia unida, donde a menudo se discute, aunque realmente se aman. Pero la familiaridad que los unía no provenía de inclinaciones naturales, sino del Señor. Él no nos ordenó que nos lleváramos bien, sino que nos amáramos. Es Él quien nos une, sin uniformarnos. Nos une en las diferencias.
La primera lectura de hoy nos lleva a la fuente de esta unidad. Nos dice que la Iglesia, recién nacida, estaba pasando por una fase crítica: Herodes arreciaba su cólera, la persecución era violenta, el apóstol Santiago había sido asesinado. Y entonces también Pedro fue arrestado. La comunidad parecía decapitada, todos temían por su propia vida. Sin embargo, en este trágico momento nadie escapó, nadie pensaba en salir sano y salvo, ninguno abandonó a los demás, sino que todos rezaban juntos. De la oración obtuvieron valentía, de la oración vino una unidad más fuerte que cualquier amenaza. El texto dice que “mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él” (Hch 12,5). La unidad es un principio que se activa con la oración, porque la oración permite que el Espíritu Santo intervenga, que abra a la esperanza, que acorte distancias y nos mantenga unidos en las dificultades.
Constatamos algo más: en esas situaciones dramáticas, nadie se quejaba del mal, de las persecuciones, de Herodes. Nadie insulta a Herodes ― mientras nosotros estamos tan acostumbrados a insultar a los responsables. Es inútil e incluso molesto que los cristianos pierdan el tiempo quejándose del mundo, de la sociedad, de lo que está mal. Las quejas no cambian nada. Recordemos que las quejas son la segunda puerta cerrada al Espíritu Santo, como les dije el día de Pentecostés: La primera es el narcisismo, la segunda el desánimo, la tercera el pesimismo. El narcisismo te lleva al espejo, a contemplarte continuamente; el desánimo, a las quejas; el pesimismo, a la obscuridad. Estas tres actitudes le cierran la puerta al Espíritu Santo. Esos cristianos no culpaban a los demás, sino que oraban. En esa comunidad nadie decía: “Si Pedro hubiera sido más prudente, no estaríamos en esta situación”. Ninguno. Pedro, humanamente, tenía motivos para ser criticado, pero nadie lo criticaba. No hablaban mal de él, sino que rezaban por él. No hablaban a sus espaldas, sino que hablaban a Dios.
Hoy podemos preguntarnos: “¿Cuidamos nuestra unidad con la oración, nuestra unidad de la Iglesia? ¿Rezamos unos por otros?”. ¿Qué pasaría si rezáramos más y murmuráramos menos, con la lengua un poco más contenida? Como le sucedió a Pedro en la cárcel: se abrirían muchas puertas que separan, se romperían muchas cadenas que aprisionan. Y nosotros nos asombraríamos, como aquella muchacha que, viendo a Pedro a la puerta, no lograba abrirle, sino que corrió adentro, maravillada por la alegría de ver a Pedro (cf. Hch 12,10-17).
Pidamos la gracia de saber cómo rezar unos por otros. San Pablo exhortó a los cristianos a orar por todos y, en primer lugar, por los que gobiernan (cf. 1 Tm 2,1-3). “Pero este gobernante es…” y los epítetos son muchos; no los mencionaré, porque este no es el momento ni el lugar para para indicar los calificativos que se oyen contra los gobernantes. Que los juzgue Dios, nosotros recemos por los gobernantes: necesitan oraciones. Es una tarea que el Señor nos confía. ¿Lo hacemos, o sólo hablamos, insultamos, y se acabó? Dios espera que cuando recemos también nos acordemos de los que no piensan como nosotros, de los que nos han dado con la puerta en las narices, de los que nos cuesta perdonar. Sólo la oración rompe las cadenas, como sucedió a Pedro, sólo la oración allana el camino hacia la unidad.
La segunda palabra, profecía. Unidad y profecía. Nuestros apóstoles fueron provocados por Jesús. Pedro oyó que le preguntaba: “¿Quién dices que soy yo?” (cf. Mt 16,15). En ese momento entendió que al Señor no le interesan las opiniones generales, sino la elección personal de seguirlo. También la vida de Pablo cambió después de una provocación de Jesús: “Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?” (Hch 9,4). El Señor lo sacudió en su interior; más que hacerlo caer al suelo en el camino hacia Damasco, hizo caer su presunción de hombre religioso y recto. Entonces el orgulloso Saúl se convirtió en Pablo: Pablo, que significa “pequeño”.
Después de estas provocaciones, de estos reveses de la vida, vienen las profecías: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18); y a Pablo: “Es un instrumento elegido por mí, para llevar mi nombre a pueblos” (Hch 9,15). Por lo tanto, la profecía nace cuando nos dejamos provocar por Dios; no cuando manejamos nuestra propia tranquilidad y mantenemos todo bajo control. No nace jamás de nuestros pensamientos, no nace de nuestro corazón cerrado. Nace sólo si nos dejamos provocar por Dios. Cuando el Evangelio anula las certezas, surge la profecía. Sólo quien se abre a las sorpresas de Dios se convierte en profeta. Y aquí están Pedro y Pablo, profetas que ven más allá: Pedro es el primero que proclama que Jesús es “el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16); Pablo anticipa el final de su vida: “Me está reservada la corona de la justicia, que el Señor […] me dará” (2 Tm 4,8).
Hoy necesitamos la profecía, pero una profecía verdadera: no de discursos vacíos que prometen lo imposible, sino de testimonios de que el Evangelio es posible. No se necesitan manifestaciones milagrosas. A mí me duele mucho cuando escucho proclamar: “Queremos una Iglesia profética”. Muy bien. Pero ¿qué haces para que la Iglesia sea profética?. Se necesitan vidas que manifiesten el milagro del amor de Dios; no el poder, sino la coherencia; no las palabras, sino la oración; no las declamaciones, sino el servicio. ¿Quieres una Iglesia profética? Comienza con servir, y callate. No la teoría, sino el testimonio. No necesitamos ser ricos, sino amar a los pobres; no ganar para nuestro beneficio, sino gastarnos por los demás; no necesitamos la aprobación del mundo, el estar bien con todos ―nosotros decimos “estar bien con Dios y con el diablo”, quedar bien con todos― no, esto no es profecía. sino que necesitamos la alegría del mundo venidero; no aquellos proyectos pastorales que parecerían tener en sí mismo su propia eficiencia, como si fuesen sacramentos; proyectos pastorales eficiente, no, sino que necesitamos pastores que entregan su vida como enamorados de Dios. Pedro y Pablo así anunciaron a Jesús, como enamorados. Pedro ―antes de ser colocado en la cruz― no pensó en sí mismo, sino en su Señor y, al considerarse indigno de morir como él, pidió ser crucificado cabeza abajo. Pablo ―antes de ser decapitado― sólo pensó en dar su vida y escribió que quería ser “derramado en libación” (2 Tm 4,6). Esto es profecía. No palabrería. Esta es profecía, la profecía que cambia la historia.
Queridos hermanos y hermanas, Jesús profetizó a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Hay también una profecía parecida para nosotros. Se encuentra en el último libro de la Biblia, donde Jesús prometió a sus testigos fieles: “una piedrecita blanca, y he escrito en ella un nuevo nombre” (Ap 2,17).
Como el Señor transformó a Simón en Pedro, así nos llama a cada uno de nosotros, para hacernos piedras vivas con las que pueda construir una Iglesia y una humanidad renovadas. Siempre hay quienes destruyen la unidad y rechazan la profecía, pero el Señor cree en nosotros y te pregunta: “¿Tú, quieres ser un constructor de unidad? ¿Quieres ser profeta de mi cielo en la tierra?”. Hermanos y hermanas, dejémonos provocar por Jesús y tengamos el valor de responderle: “¡Sí, lo quiero!”.
¿Cómo retomar el mensaje de este día, viviendo la triste realidad de la pandemia? En estos días nos enfrentamos con muchas muertes por Covid-19. Durante este tiempo de pandemia, ¿cuántas personas que en su corazón hicieron esta reflexión: “Terminé mi carrera, mantuve la fe”?
Por la fe estamos llamados a encontrar el valor para abrazar todas las dificultades del tiempo presente, abandonar nuestra autosuficiencia, dar espacio a la creatividad, abrir posibilidades y comprometernos con nuevas formas de hospitalidad, hermandad y solidaridad. Estamos llamados a acoger la esperanza y permitirle fortalecer y sustentar todas las acciones en defensa de la vida, cuidándonos unos a otros.