A lo largo del año, la liturgia nos lleva a pasar por los diferentes misterios de nuestra fe a través de los “tiempos litúrgicos”. De esta manera, acompañamos a Jesús a través de las diferentes etapas de su vida y misión. Celebramos su nacimiento, vida pública, pasión, muerte y resurrección, teniendo cada uno de estos aspectos su preparación, celebración y extensión. Celebramos también el misterio de la Iglesia en su santidad, misionera y siguiendo a su Maestro y Señor.
La fiesta de Pentecostés, que celebramos este domingo, hace la transición entre dos grandes tiempos, o ciclos, litúrgicos. Esta fiesta marca el final del “tiempo pascual”, que gira en torno a la Pascua de Jesús, y nos lanza al “tiempo común”, en el que los textos del Evangelio de los domingos nos recuerdan las enseñanzas de Jesús que animan nuestro actuar. El tiempo también nos presenta las celebraciones de varios santos, hermanos nuestros en la fe, propuestos por la Iglesia como personas que realmente siguieron los pasos de Jesús.
Pentecostés, entonces, se sitúa entre estos dos tiempos litúrgicos. Hoy celebramos la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, María y algunos otros seguidores y seguidoras de Jesús, así como el inicio de su acción entre aquellos que vendrían a formar la Iglesia en la que vivimos. Los textos de esta fiesta son muy ricos y nos ayudan a vivir en profundidad la gracia de esta fiesta. Veamos:
La primera lectura (Hechos 2: 1-11) pone ante nuestros ojos la escena del evento de Pentecostés. Ese día, el pueblo judío celebró el don de la Ley, dado por Dios al pueblo a través de Moisés, en el monte Sinaí. El don del Espíritu Santo en esta fecha nos lleva a ver que es él quien inscribirá en nuestro corazón la Ley Nueva, dada por Jesús, el Señor. Esta nueva ley es amarse unos a otros. Es la ley del amor, que subyace en el Reino de Dios. El Espíritu, Amor del Padre y del Hijo, nos es dado para ayudarnos y fortalecernos para que vivamos la Nueva Ley, que nos hace hermanos porque todos somos hijos e hijas del mismo Padre, que es Dios. Además de esta confirmación del Nuevo Mandamiento, dada por Jesús durante toda su predicación y, de manera especial y más explícita, durante la Última Cena, otros dos elementos llaman nuestra atención en este texto: la confirmación de la promesa y la llamada a la unidad y la acción misionera.
De hecho, la venida del Espíritu confirma la promesa hecha por Jesús de enviar el Paráclito, el Espíritu de Verdad y Santidad, de Coraje, Fuerza y muchos otros dones anunciados por los antiguos profetas.
La experiencia de los apóstoles de haber hablado a multitud de países diferentes y de ser comprendidos por cada uno en su propia lengua indica que la Iglesia, que comienza a existir, debe extenderse a todos los pueblos, lenguas y culturas. El mensaje de Jesús debe ser anunciado universalmente porque está dirigido a todos los hijos e hijas de Dios, a toda la humanidad. Ya no es una Iglesia ligada a un pueblo, sino una Iglesia “católica”, es decir, presente en todos los pueblos del mundo, universal.
En la segunda lectura (1Cor 12, 3-7.12-13), el apóstol Pablo nos habla de los dones del Espíritu, subrayando la forma en que la Iglesia vive la unidad basada en la diversidad.
El texto enumera varios de los dones del Espíritu, pero siempre llama la atención sobre el hecho de que, aunque diversos, los dones provienen de la misma fuente, es decir, del mismo Espíritu Santo.
Ningún don, dado por el Espíritu, beneficia solo a la persona que lo recibe. Todos los dones se entregan a los cristianos para el bien común, es decir, para ponerlos al servicio del bien común, al servicio del Pueblo de Dios.
Estos dones se denominan “carismas”, dones espirituales a través de los cuales el Espíritu enriquece a la Iglesia. Quién no conoce, por ejemplo, personas que tienen un don especial para evangelizar, para organizar una comunidad, para cuidar a personas frágiles, o para luchar por los derechos humanos, para apoyar o orientar a los jóvenes, o incluso para organizar un juego con los niños? … Son ejemplos de algunos dones que, junto a tantos otros, son dones que el Espíritu da a determinadas personas para que las pongan al servicio del camino de su comunidad …
Finalmente, el texto del Evangelio de hoy (Jn 20, 19-23) nos muestra a Jesús cumpliendo su promesa de enviar el Espíritu a los suyos. El texto es breve, pero muy significativo. En él, Jesús se aparece a sus discípulos y les da paz. Este don de la paz, lo repite dos veces en este encuentro con los suyos. La paz viene con el Espíritu.
La palabra “shalom”, que solemos traducir como “paz”, significa paz, sí, pero también mucho más que paz. También significa bienestar profundo; armonía interior; serenidad; plenitud, tener a Dios en el corazón; sabiduría de vida; gozo profundo; estar con Dios … No tenemos, en nuestro idioma, una palabra que, por sí sola, signifique todo esto …
Pero todo esto tiene la persona en cuyo corazón vive el Espíritu… Entonces, hermanos y hermanas, alegrémonos de este don que el Padre y su Hijo nos dan: la venida del Espíritu Santo.
Pidamos la gracia de tener siempre el Espíritu en nosotros.
¡Feliz Pentecostés!