Los bienes son regalos de Dios,

puesto a disposición de todos sus hijos, para ser compartido.

 

        La liturgia de este domingo propone, una vez más, la reflexión sobre nuestra relación con los bienes de este mundo… Nos invita a verlos, no como algo que nos pertenece exclusivamente, sino como dones que Dios ha puesto en nuestras manos, para que podemos administrarlos y compartirlos, gratis y con amor.

En la primera lectura (Amós 6, 1. 4-7), el profeta denuncia con violencia una clase dominante ociosa, que vive en el lujo a costa de explotar a los pobres y que no se preocupa en absoluto por el sufrimiento y la miseria de los humildes. Así dice su profecía: “¡Ay de los que habitan cómodamente en Sion y de los que se sienten a gusto en el monte Samaria! Acostados en camas de marfil… comen los corderos del rebaño… pero la ruina de José no los aflige.” La gravedad de esta situación es que todo el lujo y el bienestar de esta clase es el resultado de la explotación de los más pobres que trabajan duro, pero viven en la pobreza. Y, sin embargo, sumergida egoístamente en su mundo lujoso y confortable, esta clase dominante no es sensible ni se preocupa por el sufrimiento de la población.

El profeta anuncia que Dios no estará de acuerdo con esta situación, porque este sistema de egoísmo e injusticia no tiene nada que ver con la propuesta que Dios ofrece a la humanidad, y como castigo, esta clase rica e insensible será la primera en sufrir el exilio impuesto por la invasión asiria que caerá sobre el Reino de Israel, contexto en el que se desarrolla esta profecía de Amós.

Amós transmite el mensaje de que la riqueza endurece el corazón de quienes se aferran a las posesiones materiales hasta el punto de volverse completamente insensibles al sufrimiento de los demás. Y si pensamos en el alcance de la estructura social en la que vivimos, podemos comprobar que promueve la injusticia hacia los menos favorecidos en la medida en que no proporciona salarios justos que garanticen la supervivencia digna de gran parte de la población. Además, los servicios de educación y salud tampoco atienden satisfactoriamente a la población necesitada. Todo esto – salarios dignos, educación y salud – significa bienes que no se están poniendo a disposición de manera más justa entre todos los miembros de nuestra sociedad.

La insensibilidad al sufrimiento de los pobres es también el tema de apertura de la parábola del rico y el pobre Lázaro en el Evangelio de Lucas (Lc 16, 19-3). El rico vive en el lujo y en la abundancia mientras Lázaro, enfermo, ni siquiera tiene acceso a las migajas que caen de la mesa del rico y van destinadas a los perros. Sin embargo, después de la muerte, la situación cambia por completo: Lázaro fue llevado por los ángeles a Abraham y los profetas en la “Fiesta del Reino”, mientras que el rico se fue a un lugar opuesto, donde solo había tormento. Un gran abismo los separaba y no había posibilidad de ayudar al rico que pedía un poco de agua. Al final, el rico le pide a Abraham que envíe un mensajero a sus hermanos, advirtiéndoles de las tormentas, a lo que Abraham responde: “’Si no escuchan a Moisés y a los profetas, aunque alguno se levante de entre los muertos, no se dejará convencer’.

El desenlace de esta parábola muestra que si no prestamos atención a la Palabra de Dios – escuchar a Moisés y a los profetas – seremos cerrados en nuestro egoísmo, insensibles al sufrimiento de los demás y apegados a los bienes materiales sin compartirlos, de aislamiento, creando el abismo entre los ricos y Lázaro. Abismo que existió en vida, ya que estaban cerca sin ninguna interacción entre ellos y sin compartir el alimento tan necesario para Lázaro; y abismo después de la muerte, porque nadie podía alcanzar al rico y saciar su sed. Durante su vida, el rico fue sordo a las interpelaciones de la Palabra de Dios y esto determinó su suerte. Solo la Palabra de Dios puede abrir nuestros corazones y corregir nuestras malas decisiones.

Desde la perspectiva de Lucas es muy evidente que el apego a la riqueza es el gran pecado, ya que el mundo y los bienes que en él se generan son de todos. Son bienes que Dios pone en nuestra vida para satisfacer las necesidades de todos; de ahí el imperativo de soltar y compartir la riqueza material disponible en el mundo en que vivimos.

La segunda lectura (1 Timoteo 6:11-16) presenta el perfil del “hombre de Dios” que debe cultivar virtudes como la justicia, la piedad, la fe, el amor y la dulzura, que no son más que condiciones personales necesarias para la experiencia. del desprendimiento y del compartir de los bienes materiales explicado en las otras lecturas de este domingo.

Podemos hacer varias reflexiones a partir del tema de este domingo. Desde un punto de vista personal, como cristianos, ¿cómo ha sido nuestra relación con los bienes materiales? ¿Ocupan el centro de nuestra vida, haciéndonos tener siempre el deseo de aumentar nuestras posesiones con la ilusión de ganar poder y estatus en nuestra sociedad, o los disfrutamos sin olvidar compartirlos con las personas menos favorecidas?

¿Somos conscientes de las injusticias que existen dentro de la estructura social en la que vivimos? ¿Estamos buscando maneras de transformarlos? ¿Es justo que miles de niños mueran de desnutrición mientras se destruyen cultivos para que el exceso de producción no obligue a bajar los precios y reduzca las ganancias de los productores?

Y sin embargo, ¿vamos a seguir maltratando el medio ambiente, que es el mayor bien para todos, don de Dios a las criaturas?

Escuchemos también la palabra de Santa María Eugenia: “Toda acción hecha con amor a los demás es una participación en la vida de Dios”. ¡Meditemos esto cuidadosamente en nuestros corazones!

Sandra yazaki
Asunción Juntos – São Paulo

 

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