Estamos entrando en otro tiempo litúrgico, el Tiempo Pascual. Este Tiempo se centra en la celebración del misterio de nuestra salvación por la muerte y resurrección de Jesús, y culmina en la gran fiesta de la Pascua: la fiesta más grande del Año Litúrgico, la fiesta en la que celebramos el fundamento de nuestra fe. El Tiempo Pascual comienza con la Cuaresma, el largo camino de preparación para la Pascua.

Hace unos días celebramos el reconocimiento de nuestro ser pecadores y por tanto de nuestra necesidad de la misericordia y el perdón de Dios, era Miércoles de Ceniza. Y hoy estamos viviendo el 1er domingo de Cuaresma. Reflexionemos, pues, y oremos sobre lo que nos dice la Palabra de Dios al inicio de un nuevo tiempo litúrgico.

Tras nuestro reconocimiento de ser un pueblo pecador, en la Primera Lectura de hoy (Dt 26,4-10), hacemos nuestra profesión de fe en un Dios que es amor, que perdona y salva: “Gritamos a Yahvé (… ……….) Vio nuestra miseria, nuestro sufrimiento y nuestra opresión” (Dt 26, 7), Es un “credo histórico” que, junto al pueblo de Israel, pronunciamos hoy. Creemos en un Dios que no abandona a sus hijos, incluso cuando se alejan de él por el pecado. Él perdona y salva. Es proclamando esta fe que comenzamos nuestro camino de Cuaresma. Reconocemos, sí, que somos pecadores, pero confesamos nuestra fe en un Dios misericordioso y perdonador, que nunca deja de amar a sus hijos e hijas.

El Salmo Responsorial continúa en este mismo tono. Es que la Cuaresma es tiempo de penitencia, sí, pero de penitencia confiada: no ocultamos que hemos pecado, pero esto no nos desespera. Nos volvemos al Padre con un corazón arrepentido, pero al mismo tiempo confiados en que él nos salvará. “Tú que habitas en la ayuda del Altísimo, y que vives a la sombra del Omnipotente, di a Yahvé: Refugio mío y fortaleza mía, Dios mío, en ti confío” (Sal 91 (90), 1-2 ). Dios no resiste a un corazón confiado… Lo toma bajo su ala. Por eso, el salmo termina con la respuesta del Padre, una respuesta que nos dará seguridad y alegría: “Yo lo libraré, porque se aferra a mí (…) y yo le mostraré mi salvación” (Sal 91 ( 90), 14-16).

En la Segunda Lectura, Pablo nos confirmará en esta visión de un Dios que no es vengador, que no nos acusa de severidad, sino que nos pide que creamos en él con toda la verdad de nuestro ser: “Es creyendo con el corazón se obtiene la justicia, y con la confesión con la boca se obtiene la salvación” (Rom 10,10). Lo que nos pide es coherencia: que nuestra boca hable lo que realmente está en nuestro corazón. Simplemente nos pide que nuestras acciones sean el verdadero testimonio de nuestra fe. Este es el camino de la conversión, a través del cual una profunda y verdadera experiencia de Cuaresma nos llevará a un cambio de vida: una vida nueva, renovada, volcada hacia Dios.

Las dos lecturas y el salmo nos preparan para acoger el mensaje central de la liturgia de hoy que, como siempre, se encuentra en el Evangelio. El pasaje que hoy se nos regala para escuchar, meditar, interiorizar y experimentar es el que nos cuenta un hecho muy humano que vivió Jesús: son las tentaciones de Jesús. Este pasaje del Evangelio (Lc 4, 1-13) nos hace ver cuán real es la Encarnación del Hijo de Dios: experimentó en todo nuestra realidad humana.

Sólo el pecado no encontró lugar en la vida de Jesús. Pero nuestras luchas, nuestras dificultades y batallas internas, ella las conoce bien, porque también las ha experimentado. Reflexionemos, por tanto, sobre este pasaje para comprender mejor no sólo las tentaciones de Jesús, sino también las nuestras.

Las tentaciones son conflictos internos y luchas que enfrentamos a lo largo de nuestras vidas para permanecer fieles a Dios. Son elecciones, opciones, ante las que nos encontramos y que tienen consecuencias en nuestra vida y en la vida de los demás. Todo acto de fidelidad a Dios, así como todo pecado que cometemos, tiene consecuencias sociales y afecta, para bien o para mal, la vida de nuestros hermanos y hermanas.

La grandeza del ser humano radica precisamente en ser libre, capaz de elegir. Dios nunca permite que la tentación sea más fuerte que nuestra capacidad para resistirla. Si sentimos nuestra debilidad en esta lucha, siempre podemos pedir a Dios la fuerza de la resistencia, y él nunca nos niega esta gracia… El secreto de la santidad es comprometer todas nuestras fuerzas en elegir siempre cuál es la voluntad de Dios.

Pero volvamos a las tentaciones de Jesús. El evangelio nos habla de tres grandes tentaciones, que tienen un eje común.

La primera tentación se vive cuando Jesús, después de un largo período de ayuno en el desierto, preparándose para iniciar su misión de predicador del Reino, siente algo profundamente humano: el hambre… Y la tentación es usar el poder que El padre se lo había dado, pero desvirtuando su propósito: usándolo en su propio interés, convirtiendo las piedras en pan para saciar su hambre. Pero el poder que el Padre le había dado era para servir a los demás, no a sí mismo…

En la segunda tentación, Jesús se encuentra en lo alto de una montaña, desde donde puede ver los reinos de la tierra, con su gloria y sus riquezas. La tentación en este caso es utilizar todos los medios posibles, de hecho, cualquier medio, para acceder a esas riquezas y colocarse como el que más tiene. Pero este no era el diseño del Padre para él…

En la tercera, se ve a Jesús en lo más alto del Templo, haciendo un gesto asombroso que llamaría la atención de todos y el fácil reconocimiento de que era el Enviado de Dios. Una vez más, Jesús rechaza esta distorsión de su misión: trabajará por la venida del Reino, sí, pero por el camino de la pequeñez, la pobreza y el amor.

Jesús pasó por muchas otras tentaciones a lo largo de su vida aquí en la tierra, pero estas nos las da el evangelista como modelos de la raíz más profunda de todas las tentaciones: el deseo de favorecerse a sí mismo, el deseo de ponerse en el lugar que debe estar la de Dios, poniéndose a sí mismo en el centro de nuestra propia vida.

La liturgia de hoy nos invita a volver al desierto con Jesús ya afrontar nuestras propias opciones de vida, a examinarnos y reconocer: ¿Cuáles son las raíces de mis tentaciones? ¿Tiendo a resistirme a ellos o me dejo dominar fácilmente por ellos? ¿Qué podemos decirle a Dios en oración acerca de nuestra situación como “seres pecadores”?

Recordando las dos lecturas de hoy, arrojémonos a los brazos de Dios, que nos ama, nos perdona y nos transforma. Así iniciaremos nuestro camino cuaresmal para llegar a la Pascua del Señor como personas renovadas en el amor de Dios y en el servicio de su Reino.

Hermana Regina Calvacanti RA
Brasília

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