“Madre”, al otro lado de la ciudad, la voz se ahogó… “Madre, continuó, Lili me dijo ‘ mami-madre’ por primera vez…” Del lado de los que escuchaban, hubo unos segundos de silencio, mientras una lágrima rodaba por su rostro… Durante estos segundos, revivió el momento en que había escuchado por primera vez esta misma palabra, dicha por quien ahora le hablaba en el teléfono… “¡Qué alegría, mi querida hija!” dijo finalmente, entre una lágrima y una sonrisa… Lili, recostada en los brazos de su madre, no tenía idea de que había hecho llorar a dos mujeres…
Sí, “mamá” es una palabra mágica… Surge espontáneamente en momentos de gran emoción… “¡Mamá, aprobé el examen de ingreso!” es un grito de alegría y de victoria que quiero compartir. ¿Con quién? Con la madre… “Mamá, ¿por qué me pasó esto a mí?” es un grito de dolor, de angustia, de incertidumbre que busca consuelo y seguridad. ¿Con quién? Con la madre… Seamos adultos o niños, es el regazo de la madre que buscamos cuando nos sentimos solos, perdidos, sin rumbo… Es también con ella que compartimos nuestras esperanzas, nuestras metas alcanzadas, nuestras alegrías… Echamos de menos a la madre, cuando Dios se la lleva…
Madre es la que no sólo nos da la vida, sino que también nos da la capacidad de afrontar la vida, con sus dolores y dificultades. Madre es la que nos enseña a dar pasos. Cuando éramos pequeños, ella nos enseña a caminar. Cuando crecemos, ella nos enseña a caminar por la vida, cayéndonos a veces, pero siempre levantándonos y avanzando.
Hay mujeres que son madres porque dan a luz a un niño, llevan a este pequeño ser en su vientre por varios meses y dan a luz entre lágrimas de dolor y alegría. Allí comienza su gran misión de guiar a este pequeño ser a través de las diferentes etapas de su vida, para que, creciendo, asuma la misión que Dios le asigna, la de ser verdaderamente imagen de Aquel que es el origen de su vida. , mostrándose fraterno, amable, justo, compasivo, verdadero, amoroso…
Hay otras mujeres que también son madres, a pesar de no haber tenido hijos. Pensemos en las madres adoptivas, que engendran en su corazón lo que no engendraron en sus vientres… Pensemos en las mujeres cuyos maridos, en sus segundos matrimonios, traen consigo los hijos que son suyos y – en cierto modo , debe ser también suya… Pensemos en las que no tienen marido ni hijos, pero que están llamadas a ser madres espirituales: mujeres que dan a luz niños, jóvenes o adultos para la fe, para vivir el Reino, para una más vida humana porque está más en línea con el plan que Dios tiene para todos sus hijos e hijas.
Santa María Eugenia fue una de estas mujeres. Habiendo recibido de Dios la llamada a consagrarle toda su vida, no engendró hijos según la carne. Pero, a través de los siglos, continúa hoy dando a luz hijos e hijas, todas las personas a las que, con su palabra y ejemplo, enseña a vivir. La vida de María Eugenia no fue estéril… Son innumerables las personas de las que fue y es “madre”… A las Hermanas de la Congregación que fundó, Santa María Eugenia transmitió su experiencia de fe, su pasión. por el Reino, su deseo de vivir el Evangelio. Y estos discursos suyos, que se conservan en notas hechas por las Hermanas que vivieron con ella, comienzan siempre con estas palabras: “Mis queridas hijas…”
Hablando de las personas –niños, jóvenes o adultos– con quienes las Hermanas tenían relaciones ya las que llegaban a través de su acción apostólica, María Eugenia da la receta de esta relación. Y esta receta es la misma que usan las madres para relacionarse y educar a sus hijos: es la receta del amor. Dice Santa María Eugenia: “Hay que amarlos; y no penséis que amar es siempre fácil, sobre todo cuando los defectos que naturalmente vuelven a crecer se encuentran en la persona propuesta a vuestro amor”. En esto, las estaba aconsejando en su misión de maternidad espiritual.
En el Evangelio, Jesús dice: “El que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. (Mt 12, 50). Jesús habla aquí de una “nueva familia”, una familia que se forma no sólo por los lazos de sangre, sino por los lazos de la fe que llevan a sus miembros a hacer la voluntad del Padre. Todos los cristianos estamos llamados a ser hermanos y hermanas unos de otros, y también “madres”…
Por eso, tú, mujer, que estás leyendo este texto, recuerda que estás llamada a ser madre no sólo de los hijos que has engendrado, o que engendrarás, sino también de muchas otras personas… Y tú, hombre, que quizás también esté leyendo este texto, piense en todas aquellas que, a lo largo de su vida, han sido “madres” para usted: su propia madre, obviamente, y todas aquellas otras mujeres que, cuidándola de una forma u otra, la ayudaron. Te conviertes en el hombre que eres hoy…
Todos somos miembros de una nueva familia, la familia de los hijos e hijas de Dios. Esta familia se extiende mucho más allá de los confines de nuestra familia de sangre y abarca a toda la humanidad. Todos somos miembros de la familia humana.
Cuando vemos en los periódicos y en las noticias de la televisión tantas escenas o reportajes de acciones violentas, de odio, de desprecio, tratemos de crear un ambiente de paz a nuestro alrededor. En la familia, en el trabajo, en la escuela, seamos artesanos de la paz. Tratemos de crear en el entorno en que vivimos un clima que permita a las personas desarrollarse de la mejor manera posible, porque, mientras estemos vivos, estaremos desarrollándonos y creciendo en humanidad. Esto se hace, no a través de palabras, sino a través de actitudes. Seamos personas que, a través de nuestra forma de ser y de vivir, animemos a los demás a ser mejores. Recordemos la receta de María Eugenia: hay que amar…
En unos días estaremos celebrando el día de la madre. Nuestras madres merecen nuestra gratitud. El mejor regalo que les podemos dar es el reconocimiento de cuánto les debemos, expresado a través de un gran cariño y amor. Recordemos también a las “otras madres” que todos tuvimos: mujeres que nos apoyaron cuando nos sentíamos débiles en determinadas situaciones; que fueron luz cuando no vimos qué dirección tomar en la vida; quienes fueron un puerto seguro de entendimiento cuando tomamos conciencia de nuestras debilidades y nuestros errores. Y, en esta gran familia de hijos e hijas de Dios, procuremos ser apoyo, luz, refugio seguro de comprensión los unos para los otros, es decir, amor.
Este mes es el mes de María, la Madre de Jesús y Madre nuestra también. Nos encomendamos a ella. Ella sabrá enseñarnos a amar…
Hermana Regina Maria Cavalcanti
Brasília