Ven, espíritu santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor!
El tema de este domingo es el Espíritu Santo. Don de Dios a todos los hombres, es el Espíritu que da vida, renueva, transforma, construye comunidad y da a luz al Hombre Nuevo.
La palabra “Pentecostés” viene del griego y significa “quincuagésimo”. Esta solemnidad se celebra cincuenta días después de la Pascua. En sus orígenes, era una fiesta agrícola, en la que se daba gracias a Dios por la cosecha de cebada y trigo; pero en el siglo I, se convirtió en la fiesta histórica donde los judíos celebraron la alianza de Dios con el Pueblo de Israel a través de la entrega de la Ley a Moisés en el Monte Sinaí. En esa fecha, muchos judíos que estaban dispersos por el mundo fueron a Jerusalén a visitar el templo.
Para nosotros cristianos, la conmemoración de Pentecostés está marcada por la narración en el libro de los Hechos de los Apóstoles (2,1-11) del momento en que los apóstoles de Cristo reciben el Espíritu Santo, infundiéndoles valor y alegría plena por la proclamación del Evangelio: “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino un ruido del cielo, como si soplara un viento recio, y llenó toda la casa donde estaban sentados. Entonces se les apareció una especie de lenguas de fuego que se partieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas, según el Espíritu Santo les permitía hablar”.
El libro de los Hechos de los Apóstoles no contiene un relato histórico, sino una narración con varios símbolos en los que Lucas presenta una verdad teológica. Ahora bien, el interés fundamental del autor es presentar a la Iglesia como la comunidad nacida de Jesús, que es asistida por el Espíritu Santo cuyo lenguaje es el Amor.
Lucas sitúa la fiesta de Pentecostés en el día en que se celebraba la entrega de la Ley a Moisés, hecho que materializaba la alianza de Dios con el pueblo de Israel, designándolo Pueblo de Dios. Así, Lucas sugiere que el Espíritu Santo es la ley, o mejor dicho, es la base o esencia de la nueva alianza, ya que es el Espíritu quien debe inspirar y dinamizar la vida de la comunidad cristiana. El Espíritu se presenta como el “poder de Dios” a través de símbolos como la tempestad y el fuego que evocan el poder irresistible de Dios que sale al encuentro del hombre y se comunica eficazmente con él, guiándolo en la experiencia de la comunidad de Dios.
El Espíritu (la fuerza de Dios) se presenta en forma de lengua de fuego. El lenguaje no es sólo la expresión de la identidad cultural de un grupo humano, sino que también es la forma de comunicarse, de establecer vínculos duraderos entre las personas, de crear comunidad. “Hablar otros idiomas” es crear relaciones, es la posibilidad de superar el gueto, el egoísmo, la división, el racismo, la marginación. La acción del Espíritu Santo modifica las relaciones humanas promoviendo el diálogo y la comprensión y posibilitando una humanidad que comparte la misma experiencia interior: la búsqueda de la libertad y el compartir el amor.
Es en esta perspectiva que debemos entender el hecho de que los mensajes proclamados bajo la acción del Espíritu sean captados y comprendidos por los diferentes pueblos en sus propios idiomas. Esto denota el carácter universal y genuino del mensaje de Dios manifestado a través del Espíritu. Sin salir de su cultura y diferencias, todos los pueblos escucharán la propuesta de Jesús y tendrán la oportunidad de integrarse a la comunidad de salvación, donde se habla un mismo idioma y donde todos pueden experimentar ese amor y comunión que hace a los pueblos tan diferentes hermanos. Lo esencial se convierte en la experiencia del amor que, en el respeto de la libertad y de las diferencias, debe unir a todas las naciones de la tierra.
En la segunda lectura (1 Cor 12,3b-7,12-13), Pablo nos dice que el Espíritu Santo es la fuente verdadera que nos ilumina y nos permite decir que “Jesucristo es el Señor”. Por tanto, la comunidad cristiana tiene a Jesús en su centro y constituye una unidad fundada en el Espíritu. Los dones o carismas que recibimos provienen de él y deben ser vividos a favor del bien común, es decir, si recibimos un don determinado debe ponerse al servicio de la comunidad que nos rodea. En esta perspectiva, el fruto de nuestros carismas debe enriquecer la comunidad y no solo inflar nuestro ego.
Además, los dones o carismas que recibimos no nos autorizan a considerarnos superiores o mejores cristianos que los demás. Simplemente somos diferentes y debemos ser conscientes de que, a pesar de la diversidad de dones espirituales, el mismo Espíritu está obrando en todos. De ahí la comparación que Pablo hace entre una comunidad cristiana y un cuerpo: diferentes son los miembros y sus funciones, pero todos forman una unidad cohesionada alimentada por un solo Espíritu.
El Espíritu se presenta, por tanto, como Aquel que alimenta y da vida al “cuerpo de Cristo”; de este modo, fomenta la cohesión, dinamiza la fraternidad y es responsable de la unidad de los diferentes miembros que forman la comunidad.
El texto del Evangelio (Jn 20,19-23) completa el tema de Pentecostés, ya que Juan nos habla de la venida de Jesús a los apóstoles, soplando sobre ellos y diciendo “Recibid el Espíritu Santo”. Todavía no habían visto a Jesús después de la Resurrección, estaban asustados y no sabían cómo actuar, temiendo ser acosados por los judíos; en definitiva, constituyeron una comunidad que perdió sus referencias y su identidad.
Sin embargo, Jesús aparece “en medio de ellos” (versículo 19b). Juan indica así que los discípulos, al vivir el encuentro con Jesús resucitado, redescubren su punto de referencia, en torno al cual se construye la comunidad y toma conciencia de su identidad. La comunidad cristiana sólo existe consecuentemente si está centrada en Jesús resucitado.
Jesús comienza saludándolos y deseándoles la paz, lo que significa que a partir de ahora pueden estar serenos y confiados porque Jesús está en medio de ellos, haciendo posible vencer el miedo y la inseguridad; de ahora en adelante, ni el sufrimiento, ni la muerte, ni la hostilidad del mundo podrán vencer a los discípulos, porque Jesús resucitado está entre ellos.
El gesto de Jesús de soplar sobre los discípulos reproduce el gesto de Dios al comunicar la vida al hombre de barro. Con el “soplo” de Dios (cf Gn 2,7), el hombre se convierte en “ser viviente”; con este “soplo” Jesús transmite vida nueva a los discípulos y da a luz al Hombre Nuevo. Ahora, los discípulos tienen vida en plenitud y están empoderados –como Jesús– para hacer de su vida un don de amor para los hombres.
Un punto importante para nuestra reflexión personal es examinar ¿si realmente tenemos a Jesús como referente en nuestra vida o nos aferramos a otros modelos de vida? ¿Estamos dispuestos a desarrollar y vivir los dones que recibimos del Espíritu Santo en favor de las personas que nos rodean o actuamos siempre por nuestro propio bien? ¿Contamos con la fuerza de Dios para superar nuestras dificultades? Cuestiones como estas deben estar siempre presentes en nuestra vida, no como un martirio, sino como caminos a recorrer con esperanza y alegría, ¡abriéndonos a la presencia continua del Espíritu en nosotros!